jueves, diciembre 22, 2005

LOS VIEJOS
















Bruno Marcos

Hay algo que no reconoceremos jamás, que, en el fondo, tan sólo buscamos ser felices. Dice Cioran que la mayor ambición del verdadero sabio es desaparecer sin dejar huellas. Magnífico, al respecto, un compañero que se jubiló el año pasado: “no quiero fiestas, ningún homenaje, como si no hubiera estado aquí nunca...” 67 años... no sé cuantísimos en la docencia... y quería que todos esos años no hubieran existido... ¿Acaso sublimaba ese periplo en la trascendencia de las generaciones a las que hubiere formado? Creo que no, creo que se trataba de un impulso puramente nihilista.
Lo que se cuestionan muchos es qué es lo que realmente nos puede hacer felices. Las propuestas son múltiples, desde el consumismo compulsivo a la desvitalización del budismo. En eso pasamos casi todo el tiempo del debate, en dilucidar cuáles de los paraísos inventados son los artificiales y cuáles los auténticos. Todos, en definitiva, deben ser valiosos, o mejor dicho válidos, en tanto que cumplen su fin, crear una sensación de felicidad que espante la muerte. A un nivel muy pedestre cualquiera maneja estos artilugios para alcanzar, desde toda posición, su poquito de felicidad.
Papuchi ha muerto. Papuchi era otra autosugestión de felicidad. La gente decía que era un viejo entrañable porque estaba alegre y vivía como un adolescente creyéndose la vida como si fuera un fan de ella; es decir, porque era un viejo que no parecía serlo.
Los viejos han desaparecido de la esfera de lo visible y sólo este la penetraba, precisamente, por eso, porque era un viejo que daba la razón a los jóvenes, a los desmadrados irracionales que les da igual estrellarse con tal de no sospechar que pudiera haber, por ahí, alguna verdad.
Dicen que el padre de Franco era como Papuchi, que a los muchísimos años los abandonó y se fue a vivir con una gitanilla que había conocido en alguna farra. Es de creer que este trauma fuera el que pagó España durante cuarenta años. De ahí la mucha risa de aquellas cartas que aparecieron en las que el Caudillo se declaraba diciendo: “...la quiero a usted bastante, es decir mucho...”
Yo añoro los viejos de antes. Esas mujerucas de negro, de menos de metro y medio, encorvadas, con verrugas, con pañuelo y bastón. Se veía en ellas el tiempo majestuoso actuando sobre los cuerpos. Ya no quedan, la gente se muere de vieja sin envejecer –Dorian Gray a la enésima potencia-.
Mi abuela, que renqueando sobrevivía hacia la longevidad, le preguntó a mi madre –entendida en religión- si sería pecado querer morirse. No es desdeñable esa idea tan natural de que a uno le apetezca morirse, que ya no tenga ganas de nada. También solía quedarse mirándome sin reconocerme y se reía manteniendo una bocanada de aire bajo el paladar; entonces alguien nos decía a los dos, atontados, quién era yo. En un encuentro de esos, ya al final, me dijo: “Ten cuidado porque en el mundo hay gente muy mala...” Estas dos frases son su legado filosófico al que todavía estoy dándole vueltas.
Toda la telebasura y toda España no se dan cuenta de que Papuchi les caía bien porque no era un imbécil disfrazado de joven sino porque era un filósofo al revés, un filósofo que había optado por no pensar lo que no se puede pensar y fingirse feliz viviendo lo que se puede vivir.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

la vida sigue igual

diciembre 23, 2005 11:47 a. m.  

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